Su necesidad no es del todo rara,
pero determinar científicamente sus causas escapa a nuestras
posibilidades. Convertida ella en
exigencia, se arriesga a que su acompañante pierda la espontaneidad o se
distraiga de los quehaceres amatorios a fuerza de verse obligado a repetir
incesantemente “Angélica, Angélica…”.
Problema serio surgiría también si lo escuchara proferir un apelativo
ajeno y dejara usted de hacerle honor a su propio nombre. Lapsus semejantes han suscitado numerosos
desencuentros y hasta crímenes pasionales.
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